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Divergente
20 Junio, 2022
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[/vc_column_text][vc_column_text]Quienes han tenido la oportunidad de visitar Pompeya estarán de acuerdo conmigo en que se produce una sensación contradictoria. Por una parte, es imposible no maravillarse del nivel de desarrollo alcanzado hace más de dos mil años por los romanos. Con tan solo 15 mil habitantes, Pompeya tenía estadio, teatro, piscinas temperadas, calles y aceras pavimentadas, además de una gran plaza pública donde se congregaban los ciudadanos para debatir, comprar y divertirse. Por otro lado, se genera una inevitable sensación de angustia después de constatar que luego de la caída del Imperio Romano tuvieron que pasar casi 1.500 años para que los seres humanos volvieran a tener una calidad de vida similar a la alcanzada por los pompeyanos.

A Pompeya se la llevó el Vesubio, pero a Roma se la llevó la incapacidad de sus ciudadanos de respetar las normas de convivencia que los habían hecho una nación civilizada por cientos de años.

En los últimos 250 años, nos hemos acostumbrado a un mundo que a pesar de la dificultades logra sortear la adversidad para seguir progresando. Si nos transportamos solo hasta la fecha de nacimiento de nuestros abuelos y bisabuelos, a principios del siglo XX, el ingreso por habitante en el mundo era de US$ 2.000 al año y el número de seres humanos que habitaban la Tierra apenas llegaba a los mil millones. Hoy, el ingreso por habitante es cercano a US$ 15 mil y habitan nuestro mundo cerca de 8 mil millones de personas. En el último segundo del calendario cósmico, no solo hemos sido capaces de sobrevivir a la depresión de los años treinta, dos guerras mundiales, la amenaza nuclear de la Guerra Fría y la pandemia del covid-19. Además, y a pesar de las predicciones de Malthus, estamos cerca de derrotar el hambre y de erradicar la pobreza.

El desarrollo humano del último cuarto de milenio es tanto maravilloso como inesperado. El crecimiento económico y la abundancia no son la tónica de la historia de nuestro planeta. Claramente son la excepción. Y así como nos maravillamos del progreso y la resiliencia que observamos hoy, no debemos olvidar que hubo antes otros seres humanos, como los habitantes de Pompeya, que seguramente pensaron que el futuro sería siempre igual o mejor que el pasado, solo para comprobar que todo lo que habían avanzado ellos, sus padres y sus abuelos, tiempo después, lo perdieron para siempre sus hijos y sus nietos.

Los países que aprenden a gobernarse a sí mismos —es decir, aquellos que construyen normas y leyes que protegen a unos seres humanos de los embates de otros, cuidando que no se les arrebate lo que legítimamente les pertenece y que las personas sean libres de pensar como quieran y de dibujar sus propios proyectos de vida— no están exentos de los embates de la historia. A pesar de los ciclos, logran recuperarse y seguir progresando. EE.UU. es el ejemplo más claro de este tipo de sociedad que ha producido la historia hasta ahora. En cambio, las sociedades donde se impone una sola visión del mundo y donde los ciudadanos persiguen que la forma más sencilla de progreso es arrebatarles lo propio a otros están destinadas al fracaso y a la descomposición. Quizás el ejemplo más vívido de este tipo de sociedad sea la china de los siglos XIX y XX. En 1870, la economía china era un cuarto de la economía mundial. Luego de 100 años ese porcentaje se redujo a tan solo un 4%.

Chile está embarcado en un ejercicio refundacional. La nación que surja de este experimento puede ser una de instituciones inclusivas, que respeten la libertad individual y la propiedad, que establezca formas de convivencia que fomenten la creatividad, el progreso y la movilidad social. O puede ser una en que se imponga una sola forma de ver el mundo, donde se restrinja la libertad de elegir el proyecto de vida personal en favor de una visión única de proyecto colectivo y donde la idea de progreso se base en quitarles a unos para darles a otros. Lamentablemente, el texto constitucional que será presentado a un referéndum el próximo 4 de septiembre se parece mucho más a la segunda alternativa. En él, el derecho de propiedad está relativizado: la libertad para elegir el proyecto educativo de las familias para sus hijos está restringido, se establecen privilegios a unos chilenos por sobre otros y el sistema de gobierno, producto de su organización y de los escaños reservados, prácticamente garantiza el que Chile sea gobernado por una única corriente ideológica, la izquierda.

Después de 29 años en que nuestro país logró no solo cerrar la brecha de desarrollo humano con el resto del mundo, sino que además la superó ampliamente, desde hace 8 años —a partir del segundo gobierno de Michelle Bachelet— estamos retrocediendo nuevamente. De aprobarse el texto de la nueva Constitución en el plebiscito del 4 de septiembre, es altamente probable que nuestra decadencia no sea solo un ciclo y que Chile se transforme en un país divergente, como le pasó tanto a Roma como a China hace muchos años, y a nuestros vecinos transandinos hace no tantos.

José Ramón Valente